Las negociaciones son, por ahora, reservadas: el gobierno de
la ciudad de Buenos Aires ha iniciado gestiones tendientes a
recuperar, como un bien perteneciente al patrimonio cultural
de la ciudad, la casa de Aníbal Troilo, Soler 3280. La
iniciativa, al igual que en el caso del Café de los Angelitos,
partió del propio Fernando de la Rúa, al comenzar
su gestión. Instruyó en tal sentido a los funcionarios
del área de Cultura.
El subsecretario Jorge Cremonte lo tomó
con entusiasmo, en un doble sentido, como funcionario y como
tanguero.
Conocida es su inclinación por la música
clásica y su adicción al Colón, pero no
muchos saben de su otro amor, el tango. Sobre su escritorio
hay una voluminosa carpeta con los antecedentes, planos, títulos
y demás aspectos vinculados con la idea de recuperar
y preservar esa casona.
Su actual propietaria, María Cristina
Troilo, sobrina de "Pichuco", hija de su hermano Marcos,
recibió con interés la iniciativa comunal. Cuando
conversó con los funcionarios, dijo que ponía
un par de condiciones, la más importante, que no tiene
dónde vivir, salvo ese lugar.
El relevamiento, estudio de títulos y
factibilidad está terminado. Ahora falta la decisión
oficial y, especialmente, los recursos, por demás escasos
en las arcas municipales.
Un poco de historia
En esa casa vivieron Felisa Bagnolo y Aníbal
Carmelo Troilo, padres del talentoso músico. Allí
nació Marcos, el hermano mayor y allí también
falleció su pequeña hermana, Concepción,
lo que determinó que el matrimonio Troilo decidiera alquilar
otra vivienda, en Cabrera 2937, donde poco después nació
Aníbal "Pichuco" Troilo, el 11 de julio de
1914.
Muerto el padre en 1922, la familia volvió
a su propiedad. Una vez el autor de "Sur" dijo: "Yo
nací en una casa de Cabrera 2937, pero mi casa fue la
de Soler 3280".
En parte del informe que en los próximos
días leerá De la Rúa, se dice lo siguiente:
"Es esta condición de figura clave en la mitología
porteña de «Pichuco», y la gran cantidad
de referencias a la casa en la que transcurrió su infancia
y juventud, y al barrio, inmortalizados ambos en poesías
de tango, reportajes y crónicas de época, la que
le confiere alto valor histórico cultural al bien".
En las conclusiones, el peritaje consigna: "En
virtud de la entrevista realizada, la valoración efectuada
y la normativa vigente, puede concluirse que la casa que fue
de Aníbal Troilo, la documentación y objetos que
se encuentran en ella y los edificios de Gallo y Soler descriptos
merecen todos los esfuerzos que pueda hacer el gobierno de la
ciudad de Buenos Aires para conservarlos como testimonio de
la vida de uno de sus músicos más importantes".
De sus músicos más importantes,
dice el informe, a lo que se le podría añadir
otras cosas.
Tal vez junto con Gardel, es Troilo el mayor
mito porteño dentro del universo tanguero. Al reconocimiento
colectivo sobre su música debe añadirse el profundo
afecto que siempre generó.
"El bandoneón mayor de Buenos Aires",
"El gordo triste" y otros apodos sucumbieron ante
el simple, categórico, unánime y cariñoso
"Pichuco".
Que la ciudad se acuerde de una de las principales
figuras musicales populares, que dio siempre más de lo
que ocasionalmente pudo pedir, es por los menos justo.
Para eso, tal vez convenga comenzar a pensar
que no todo debe quedar supeditado a la iniciativa oficial.
Hay entidades, empresas, fundaciones y personas en condiciones
de hacer aportes para la preservación de bienes históricos
y culturales.
En este caso concreto, puede ser una forma de
agradecimiento por "Sur", "María",
"Responso", "Che Bandoneón", "La
última curda", "Garúa", "Una
canción", "La Cantina"..., y para qué
seguir.
Raúl Ivancovich
Troilo, sinónimo de porteñidad
"Mi viejo era carnicero y murió cuando yo tenía
ocho años... A los diez, el fueye me atraía tanto
como una pelota de fútbol. Jugaba de centrojás
en el Regional Palermo. La vieja se hizo rogar un poco, pero
al final me dio el gusto y tuve mi primer bandoneón:
diez pesos por mes en catorce cuotas. Y desde entonces nunca
me separé de él.
Es el mismo instrumento con el que toqué
esta noche." La voz áspera, mansa y fatigada de
Aníbal Troilo trazó melancólicos arabescos
en la serena noche serrana y bordeó cadenciosamente el
rumor de los grillos y la brisa. Era el verano de 1965 y Pichuco
acababa de ofrecer, en el Primer Festival Nacional del Tango,
en La Falda, una clase magistral de su sensibilidad tanguera.
Había sido ovacionado por unas doce mil
personas y ahora, en un bar de la avenida Edén, junto
a un vaso de cerveza, entrecerraba los ojos -como en su solo
de Quejas del bandoneón- y remontaba recuerdos de infancia,
a cada rato vinculados con su casa de la calle Soler, en la
que su madre, doña Felisa, moriría un año
y medio después.
Ahí a su lado, mimándolo con gestos
leves, estaba Zita (la griega Ida Calachi, su mujer), para quien
Troilo no era Pichuco sino Pocholito, "un porteño
apacible, bien de barrio, muy emotivo y quizá por eso
demasiado generoso".
Era, es cierto, hombre de rabietas pasajeras,
como la que le originó Antonio Rodríguez Lesende,
el cantor que había elegido cuando decidió integrar
su propia orquesta, en 1937: "Ya estaba todo arreglado,
debutaríamos en el Marabú el 1° de julio,
y unos días antes me dice que prefiere actuar con Julio
De Caro. Me agarré flor de berrinche, imaginate. Debí
recurrir a un suplente, un muchacho que me gustaba bastante,
Francisco Fiorentino."
Nombres insignes
Desde entonces, las sucesivas formaciones orquestales
de Troilo no sólo incorporaron a cantores insignes (Alberto
Marino, Floreal Ruiz, Edmundo Rivero, Roberto Goyeneche, Elba
Berón, Nelly Vázquez) sino a instrumentistas prestigiosos,
auténticos paradigmas del género: los pianistas
Orlando Goñi, José Basso, Carlos Figari y Osvaldo
Berlingieri; los bandoneonistas Astor Piazzolla, Ernesto Baffa
y Raúl Garello; los violinistas Hugo Baralis, Salvador
Farace y Juan Alzina; el cellista José Bragato... Como
siempre sucede, los artistas que logran aquerenciarse en el
espíritu ciudadano son humildes de alma, desdeñan
los oropeles del éxito y disfrutan el regocijo que sólo
proporcionan -diría Serrat- esas pequeñas cosas.
Remolón, parsimonioso, fiaca confeso,
Troilo se volvía frenético cuando lo asaltaba
la inspiración o cuando sus kilos de más y la
jaula sobre sus rodillas conjugaban un solo cuerpo de pasión
tanguera. Esa fiebre lo atacó durante la madrugada del
4 de mayo de 1951, cuando compuso el conmovedor Responso en
homenaje a su amigo Homero Manzi, cuyos restos, en esos mismos
momentos, estaban siendo velados en la sede de la Sociedad Argentina
de Autores y Compositores.
Víctima de un derrame cerebral y de sucesivos
paros cardíacos, Pichuco murió el 19 de mayo de
1975 en el Hospital Italiano, pero aún hoy su recuerdo
promueve un reverencial sentimiento de porteñidad. Y
debe verse como una feliz iniciativa que esos ladrillos de la
calle Soler contribuyan a proteger la memoria de su duende y
la magia de su son.
A domicilio
La casa de Pichuco de Soler 3280 tiene una superficie cubierta
de 84,60 metros cuadrados en la planta baja y 9,97 en el piso
alto. Se desconoce su antigüedad, ya que fue adquirida
por la familia Troilo, ya construida, el 24 de junio de 1926.
Originariamente contaba con tres habitaciones principales y
una más pequeña, de servicio, un baño y
una cocina desarrollada en la planta baja alrededor de un patio
(¿fuente de inspiración para su nostálgico
"Patio mío"?).
Nunca cumplida
Una ordenanza de la concejala Inés Pérez
Suárez, del 6 de septiembre de 1993, originó el
decreto del 28 de octubre del mismo año, por el que se
declaró de interés municipal al inmueble y se
dispuso la colocación de una placa por parte del Ejecutivo
comunal. Esta disposición nunca se cumplió.
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